Si querés ser docente, no lo seas: #3 Sancionada la autoridad demacrada
Por Carlos Andrés Álvarez
Fui a una primaria privada y católica. Obviamente eso explica muchas cosas y está bien que hagan juicios de valor en base a lo que digo y/o escribo. Más allá de eso, sigan mi reflexión.
Recuerdo a todas las maestras, de primero a sexto grado. Susana (Susi), Mirta, Marisol, Graciela, Claudia y Esther. Todas muy diferentes entre sí, muy diferentes. Ahora de grande entiendo perfectamente el rol que cumplía cada una de ellas y cómo su personalidad, su metodología, se acoplaban al grado en cuestión.
En primer grado teníamos a Susi que era tierna y comprensiva, tenía reuniones de padres casi todas las semanas. Llamaba la atención muy de vez en cuando, pero siempre nos estaba por detrás corrigiendo actividades y tareas con lapicera roja. Mirta, en cambio, muy cerca de jubilarse, fue mi maestra de segundo grado. En la foto anual, yo salgo con una cara de orto impresionante. La tipa espantaba: pegaba unos gritos impresionantes y todos nos callábamos de golpe cuando golpeaba el pizarrón con el borrador. Esos golpes se escuchaban en toda la institución y, como digo, eran mucho más que efectivos. Marisol, de tercero, derretía con su sonrisa a padres y niños (incluso a mí), era como una Barbie, siempre rubia y con el pelo lacio, lacio. Ella siempre estaba afónica, así que jugaba la carta de la culpa con nosotros. Hacíamos silencio porque ella se paraba en el pizarrón quieta, muda, mirando hacia abajo con pena. Graciela era rara. Usaba el pelo corto para la época. No hablaba mucho, de hecho tengo muy presente su método de evaluación. Nos hacía repetir muchas cosas de memoria: el Credo (“Creo en Dios Padre, todopoderoso, creador del cielo y de la Tierra. Creo en Jesucristo, su único hijo, nuestro señor.”), el Preámbulo de la Constitución Nacional (“Nos los representantes del pueblo de la Nación Argentina reunidos en Congreso General Constituyente por voluntad y elección de las provincias que la componen…”), las preposiciones gramaticales (“a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre…”). También recuerdo que con una mirada con el ceño fruncido todos hacíamos silencio. A Claudia y Esther las tuvimos a dúo en quinto y sexto grado. Una daba Sociales y Matemática, la otra daba Naturales y Lengua. Eran una buena pareja pedagógica. Esther golpeaba la mesa con su mano firme, el rosario que colgaba de su cuello se movía desesperado como una campana de iglesia. Claudia, en cambio, si detectaba algo raro, nos mandaba con la psicopedagoga institucional.
Todas estas prácticas (todas) hoy serían sancionadas por un directivo o por inspección. No quiero posicionarme con el dedo juzgador y decir “¡ay, antes era mejor!” o “¡qué terrible, qué bueno que todo eso cambió!”. No. Simplemente marco un cambio: de época, de modos, de entender y comprender el rol docente. Porque más allá de criticar (o no) a les docentes, lo que intento destramar es la imagen que construían y construyen los padres sobre los docentes. Nunca hubo quejas de padres, madres o tutores sobre el accionar de estas maestras. Nunca.
La secundaria la hice en una escuela técnica y las materias de la orientación, en su gran mayoría, eran dictadas por profesores varones. Algunos de ellos venían de lo militar, con una rectitud y presencia abrumadora. Recuerdo especialmente a uno de ellos, Cristian. Tal vez no recuerde cómo realizar la Ley de Ohm o cómo calcular el valor de una resistencia por su código de colores, pero sí recuerdo a la perfección los gestos de su cara seria y su mano en el aire completamente extendida, bajando un dedo a la vez (muy lentamente) hasta cerrarla como una piedra. En esos cinco segundos que él nos daba, teníamos que correr a formarnos de menor a mayor en el silencio más sepulcral posible. Si él aprobaba la formación, hacía un gesto y pasábamos al salón. Primero las chicas, después los varones. Ya en el aula, acomodábamos las cosas, y esperábamos parados al lado del banco a que él estuviera frente al pizarrón para saludarlo en voz alta. Después ahí, recién ahí, podíamos sentarnos. Durante las clases, como en cualquier curso con estudiantes vivos, varios chicos hablaban mientras laburaban. Si esas voces pasaban ciertos decibeles, él las callaba con una tiza que iba directa y certera desde su escritorio hasta la cabeza de uno de mis compañeros. Otras veces, si alguno de nosotros manifestaba estar cansado o con sueño, nos pedía que hiciéramos sentadillas hasta despabilarnos. En esa época, a la adolescencia me refiero, todos estábamos en desacuerdo con estas prácticas. Pero obedecíamos. Siempre hacíamos caso. ¿Los padres? Todos contentos. “¡Me encanta ese profesor, los tiene re cagando!” Y la directora… pocas hay como lo que ella fue. Una de las profesionales que más añoro en la vida. Pegaba unos gritos desgarradores. Todo el tiempo. Todo el tiempo. La tuvimos como profe de Prácticas del Lenguaje y creo que nadie puede negar que ese año leímos a patadas. Una mujer contundente al mando de un plantel docente lleno de hombres. También la escuché gritar a sus docentes.
Repito: todo esto hoy sería sancionado. Pero ante todo, desaprobado por las paternidades.
Mi mamá fue a una escuela rural. Una escuela de esas que para llegar hay que replicar la Odisea de Homero cada día: un viaje de kilómetros a caballo, el cruce de un río en bote, otros kilómetros a pie. Como yo, mi madre recuerda ciertas escenas puntuales: la regla de la maestra como fusta cayendo sobre sus dedos, la maestra obligándola a girar en círculos sobre piedras con el dedo índice de la mano enterrado en la tierra hasta que sus rodillas sangraban. También recuerda los gritos de su padre, los retos por no aprenderse las tablas. Y las felicitaciones a la maestra: “Esta niña se me está descarriando, está rebelde, ahora la agarro en la casa”.
No tengo ganas de leer a pedagogos que abogan por los derechos universales de los niños. Mucho menos a profesores que leyeron y continúan leyendo mal a Paulo Freire.
Me animo a esta tesis provisoria: si antes existía una complicidad entre docentes y padres con un objetivo en común (enseñar a les niñes), hoy la complicidad se da entre padres y estudiantes que buscan a toda costa combatir al conocimiento.
Hace un tiempo tuve un problema con un curso: no me leían. Y no hablo de leer en sus casas porque eso (obviamente por si no lo saben) está más que descartado. Hablo de leer conmigo, como mediador, en clase. Probé de todo. Los invité a leer por turnos, acomodé los bancos en ronda, los llevé al patio y a la biblioteca para salir del aula, traté de leer yo solo aunque la garganta no me daba para más, probé la lectura individual silenciosa, construí guías de lectura. No sé qué más. No me leían: se distraían, miraban el celular, gritaban mientras trataba de sostener la lectura. Cuando hablé con la directora, vino a observar mi clase, hizo una devolución por escrito y me pidió que cambie los textos literarios porque eran “muy tristes”. Cuando hablé con los chicos, me dijeron que se aburrían, que no querían leer porque era al pedo, que no les interesaba llevarse la materia. Cuando hablé con los padres, me pidieron que reduzca la cantidad de obras para que sus chiques pudieran aprobar y recibirse.
En otro curso tuve una situación parecida. Cuando dialogué con los estudiantes me pidieron que cambie de metodología, que en Literatura no querían leer. Mi respuesta (la sigue siendo) fue clara: al de Matemáticas no le piden no hacer cálculos, al de Química no le piden no hacer enlaces químicos de átomos, al de Educación Física no le piden no correr… ¿por qué a mí me pedían no leer? La respuesta: se aburrían.
Charlando con un amigo de treinta años (la edad de la mayoría de los padres de mis estudiantes) me dijo que no le encontraba propósito a la lectura, que era una pérdida de tiempo.
Hace unos años fui a una charla de Martín Kohan. Lo parafraseo: qué me importa a mí que el estudiante se aburra en la escuela, está bien que se aburra un rato, la escuela, la clase de Literatura no tiene que ser un episodio de una serie de Netflix. No estamos para entretener.
Escribo todo esto angustiado. A una amiga la sancionaron porque una madre fue a denunciarla por pedirle a un estudiante que prestara atención y que dejara de tomar mate. A mí me han venido a amenazar padres a la puerta de la escuela por desaprobar a sus hijos. Me han dicho cosas horribles, hirientes, degradantes. Han cuestionado todos mis años de estudio. Una profesora me ha llegado a decir “si no querés tener un quilombo, a ésta aprobala con los ojos cerrados, yo me comí un sumario por su culpa”. Otros padres me han dicho ¡a los gritos! que tengo “modos” que no les gustan para nada porque incomodan a los chicos. Una preceptora me dijo (hace días tan solo) que nunca cite padres, que no diga nada porque a esa escuela los papás “vienen a conversar con facas, el que no está preso tiene tobillera”. Pienso en todos los videos que recorren las redes, esos videos donde maestras, profesoras, directoras, son usadas como bolsa de boxeo porque si uno reacciona le cagan la carrera con un sumario y tareas pasivas.
¿Cómo combatir a todo esto? ¿Cómo hacerle frente a la estupidez humana? ¿Cómo construir una autoridad docente si, en sus casas, los pibes no tienen una figura de autoridad? No se puede.
No se puede.