María Rosa (Marosa) di Giorgio nació en Salto, Uruguay, en 1932. Descendiente de italianos, su cosmovisión poética se nutre de ese imaginismo exacerbado, barroco, que convoca a ambas patrias. Publicó sus primeros poemas a los 14 años en el periódico estudiantil Adelante. En 1953 publicó su primer libro Poemas y, en 1955, Humo, un poemario que, en sus palabras, es “el más fiel retrato de mi médula, de mi sangre, de mi alma” (Di Giorgio, Los papeles salvajes, 2021, pág. 10).
También era actriz, sirviéndose de esto en su forma de recitar y en la construcción de sus poemas, pequeñas obras donde múltiples y multifacéticos personajes hacen y deshacen al universo poético, y viceversa.
La poética de di Giorgio se caracteriza por su simbolismo, su imaginería: ninfas, hadas, vírgenes, plantas, vegetales, animales antropomorfos, humanos disociados, cuerpos enajenados. Si pudiera abstraerse un objeto principal de su poética, sería el cuerpo; como testigo, como quien experimenta la capacidad de volar, un lirismo que encarna múltiples vejaciones, las odia y las goza, como una pesadilla inmovilizante. Un cuerpo otro, comestible, amable y odiable por partes iguales. Una madre inerte, siniestra en su lejanía, pero cercana, entrañable. Una sacerdotisa que no es más que ella misma, reencarnada. Todos avatares del cuerpo.
El misticismo exaltado en la luna, el devenir animal, ejes centrales donde se funda su surrealismo, clara condición de reconocimiento de Laforgue y del Conde de Lautréamont. Un universo poético que encarna el territorio que la rodeaba, que se expande, hace foco en los detalles y copula consigo mismo. En el especial de TV Ciudad “Marosa Di Giorgio. Dossier «Los libros y el viento»”, Nicolás Prieto recuerda:
Tenía una percepción finísima. Registraba todo el entorno con una sutileza que yo quisiera tener. Registraba los matices más pequeños del dolor, de la desesperanza, de la esperanza, de la alegría, de la necesidad, de la locura, de la torpeza, de la humildad, de la desolación. Todo eso ella lo veía, no se le escapaba nada. (2014)
Esta percepción finísima le permitió retratar no sólo su entorno, sino también las sensaciones que la atravesaban. “Hasta los cuatro años fui, me parece, como todo el mundo. Pero ahí sufrí una perturbación; quedé como una testigo, sensible y ardiente, de todas las cosas” (Marosa Di Giorgio. Dossier «Los libros y el viento», 2014). Di Giorgio posee una visión que captura y transforma las cosas, para devolverlas a un mundo que prolifera a partir de ellas.
En “Marosa di Giorgio. El ruedo en flor”, documental de Juan Pablo Pedemonte, sus amistades y familiares llegan a un punto en común: Di Giorgio tenía el poder de aglutinar. Este poder se expandía en cada aspecto de su vida. Fue gestora de tertulias poéticas que dieron un aire de esperanza a los jóvenes poetas montevideanos de los años 70, donde ella jugaba el papel de testigo que reúne, que amalgama para poder crear un nuevo espacio de escritura, un fuego donde reunirse a compartir. En el mismo documental Alejandro Michelena dice:
Ella generó una rueda de poetas, de intelectuales, de figuras de la cultura, que fue un milagro, digo, porque estamos hablando del 78. Estamos hablando de plena dictadura, de una época muy oscura, donde la propia realidad de los hechos había desestimado el entusiasmo por reunirse en un café. (2018)
Con su pelo rojo como el fuego, sus collares de fantasía, su maquillaje recargado y un cuerpo bañado en brillantina, di Giorgio presentaba una imagen digna de una sacerdotisa pagana, de una bruja que reúne a sus adeptos para revelarles los secretos de un universo que compone múltiples especies. Un mundo erótico, sacro, infantil, de goce; pero también siniestro, profano y sombrío.
¡Bienvenida a Revista Besada, Marosa! Nos adentramos desde hoy en una saga pagana sobre su su obra.
Continuará…